Críticas

Joaquín Aguirre López

26/02/2015
Sin la entidad del yo y del mundo en el que estamos sumidos no hay reconocimiento del ser. Eso es lo que parece transmitir Asterión en la serie escultórica de Indalecio. El minotauro engendrado de una manipulada pasión a gusto de los dioses deja a un lado la imagen de antagonista forzado y se convierte en un actor, que nunca erguido, parece estar sumido a medio camino entre el deseo, la ensoñación y la incapacidad. La tradición nos obliga a pensar que Asterión es una herramienta animal, el castigo a los humanos, la razón de ser del héroe... pero con estas esculturas se nos presenta algo que parece nuevo y diferente. El concepto de minotauro y laberinto aparentan ir unidos y lo corroboramos en ellas, aunque el reconocimiento de nuestro protagonista y de su realidad lo cambia todo. Nacido de la sumisión de las pasiones va reflejando desde la arrogancia y la inconsciencia juvenil los hilos invisibles que manipulan el devenir. Carente de ferocidad hasta asumir lo real y sumido en una existencia que sobrepasa sus fuerzas con el tiempo agotado, hace frente al laberinto, a sabiendas de su derrota. Todo esto anticipado con conscientes y escrupulosos caminos de múltiples quiebros y lances que tienen un mismo sentido. Como final, el frío estoque de la muerte revela dos cavidades unidas por la misma membrana. Así, la dualidad laberinto y minotauro, destino y pasión, se muestra como un mismo ser que vuelve a recuperar algo que es suyo. Con ojos de espectador poco paciente la identificación con el protagonista es directa, de forma consciente e inconsciente. Con ojos de Teseo, este Asterión no supondría alcanzar el estatus de héroe, sino de liberador. Con los ojos de Indalecio, es el reconocimiento de la vida misma y de que todas las pasiones que nos mueven son el principio, el fin y su sentido. Joaquín Aguirre López. Filólogo
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